· En la estación como en un tablero de juego, dos peones ·
En una estación de tren, dos personajes. ¿O serán
dos visiones de un solo personaje? Visten ropas iguales, sus sombreros son
iguales, ambos tienen un periódico doblado en el bolsillo, llevan maletas
iguales, son el doble el uno del otro, el espejo, su otro yo – y, también, el otro
nuestro: representan nuestra mismidad, mostrada allí, delante de nosotros mismos, en su dimensión intemporal.
A
primera vista estamos en el siglo XX, las ropas parecen de domingo; los
sombreros, hongos; las maletas, sin ruedas; el periódico, como cuando el
periodismo tenía importancia y a veces lograba ser un contrapoder; el reloj,
analógico de estación, parado en las trece y trece de una tarde cualquiera,
camino de las cinco, como en el poema de Lorca, se nos dice – mas
también se nos dice que aquel es un tiempo que no necesita de fecha, invariable
como tal vez sea gran parte de lo que es humano. Aunque no un tiempo
cualquiera, sino el tiempo de un desamparo. Pero, ¿cuál? Misterio.
Incertidumbre. Y, sin embargo, quizá, ese tiempo sea hoy.
El
suelo que pisan los personajes, como peones en un tablero de ajedrez, tan
hermoso y tan reconocible, es verosímil – diría incluso que es casi naturalista (una idea
que puede parecer absurda tratándose de un espectáculo simbolista), pues en
la actualidad existen aún pequeñas estaciones de tren – algunas
todavía no suprimidas por los grandes planes ferroviarios de gran movilidad y
de todavía mayor difusión – que son así, que tienen un suelo como este, o parecido. Alguien va a
perder, para que alguien gane – ¿o será al contrario? – en uno de esos pequeños lugares de nadie donde es posible coger un
tren.
El
escenario evoca las pequeñas y antiguas estaciones de tren hoy casi vacías, o
cerradas. Lugares escasamente habitados, por personas de paso, que están allí
para cumplir un solo destino: esperar la hora de partir hacia otro lugar, a
veces muy próximo. Lugares envueltos en una cierta desolación, aterrados en un cierto silencio (a veces
violentamente rasgado por un tren veloz que no se detiene), que son
como testimonios materiales de un pasado no muy distante. Un pasado al que lo
que llamamos progreso a escala planetaria – en el que otras ropas, otras maletas, otros
sombreros son también iguales, diría incluso que más iguales todavía, por ser
aún más – impone un fin abrupto y muy discutible.
En ese lugar estación-tablero de El tren de
las trece (y trece), por donde todos hemos pasado ya, aunque solo haya
sido una vez, o del que hemos visto imágenes, dos personajes van a interactuar,
y las maneras y razones con que lo harán sacan a la luz la naturaleza
constitutiva del bicho hombre y del patrón que sigue al relacionarse con sus
semejantes: en posición de combate, a través de relaciones de poder, a la
conquista del territorio (temporal e espacial), por cualquier medio, siempre ridículo en esa
condición suya, pareciendo incapaz de simplemente aguardar por un tren en
compañía de alguien que está en esa misma circunstancia.
Se trata de un espectáculo de gran belleza plástica (la escenografía, la luz, el
vestuario), cuya puesta en escena (el ritmo, el
movimiento escénico oblicuamente desplegado) saca gran partido de un texto minimalista que
evoca sin duda a Plauto, pero también a Beckett, Thomas Bernhard, Harold Pinter. Un texto y un
montaje capaces de contar una historia con pocas palabras, de crear
conjuntamente un espectáculo de gran calidad – contención, sutileza,
intención, precisión, y también comicidad –, interpretado por actrices a la altura de todas esas
cualidades.
Sarah Adamopoulos
'El tren de las trece (y trece)' de Antonio Mauriz ha sido estrenada en la Mostra de Teatro de Almada (#Portugal) por la compañía Teatro & Teatro - Associação Cultura o Mundo do Espectáculo.
Más información en este enlace.
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