El riesgo de ser dos
Llevo ya unos cuantos años
escribiendo y, aunque el tema del amor y del sexo está omnipresente en todas
mis novelas y obras teatrales, Cuando fuimos dos ha sido la primera vez
–vaya, consuela saber que siempre nos queda una primera vez – en la que he
profundizado, sin tapujos, en las emociones de la vida en pareja.
Atraerse. Conocerse. ¿Enamorarse?
Atreverse. Apostar. Convivir. Volver a conocerse. ¿Reconocerse? En esta obra
aparecen todos y cada uno de esos momentos. Contados desde la ternura. Desde el
humor. Desde la pasión, claro. Y, en ocasiones, desde la amargura y la nostalgia.
Porque no se puede contar una historia de amor sin dejarse llevar por todos
esos sentimientos, sin asumir que el proceso de creación nos obligará a pasear por
los rincones más oscuros de nuestra memoria, haciéndonos despertar fantasmas
que creíamos enterrados y que ahora convertiremos en palabras. En fragmentos de
la vida de esos personajes –César y Eloy- donde vive, a su modo, tanto de mí
mismo.
No hay texto que no sea un
desnudo más o menos velado de su autor. Los escritores nos disfrazamos de mil
maneras, travestimos nuestro cuerpo –y nuestras ideas- de las formas más
peregrinas, pero siempre seguimos ahí, bajo la piel de nuestras creaciones,
respirando a través de las vivencias que recordamos, o que poseemos, o que
hemos robado –sí, tengan cuidado: fagocitamos vidas ajenas- a los amigos que
nos rodean. Y en una obra como esta, en un texto escrito con la única intención
de resultar sincero y cercano, era preciso que esa desnudez se hiciese con la
mayor honestidad posible.
Por eso, en Cuando fuimos dos no hay ninguna respuesta -¿es que alguien las
tiene?-, tan solo preguntas: ¿La intimidad en una pareja es cosa de dos? ¿La
confianza se puede recuperar incluso después de haberla perdido? ¿En qué
debería consistir la fidelidad en una relación? Para responderlas, los personajes
de Eloy y César defienden –lo mejor que pueden- su visión de la realidad. Su
interpretación de lo que debería ser una historia de amor. Y cada uno de ellos
presenta un modelo del que ni siquiera ellos mismos están tan seguros como
pretenden, porque, asumámoslo, cuando somos dos perdemos el control que creemos
tener sobre todo. Dos que quieren ser uno y que se complementan, que se desean,
que tal vez se envidian, que quizá
desconfían y que, seguro, se necesitan... Una suma desigual y en continuo
cambio, tan voluble como los recuerdos que creemos tener de cada relación pasada.
Esas memorias que alteramos –una pincelada de despecho aquí, otra más de
idealización allá- con la misma facilidad con la que saltan en el tiempo los
recuerdos de Eloy y de César en esta obra.
Que nuestros protagonistas sean
dos chicos es lo de menos. Lo son, simplemente, porque quería hablar de
situaciones que conozco, situaciones que, en algún punto de mi vida, también he
vivido y que, y en eso radica la auténtica visibilidad, son idénticas a las que
me cuentan mis amigas cuando me hablan de sus novios. O de sus novias.
Situaciones que no se pueden etiquetar, porque el amor no es gay, ni hetero, ni
bisexual. El amor es un lío –la orientación de la cama la elegimos nosotros -
en el que estamos todos igual de perdidos. E igual de atados.
Puede que, por ese caos al que
nos lleva el caprichoso Eros, a menudo nos arrepintamos de haber dado tal o
cual paso (por qué me tuve que enamorar de él o por qué dejé que ella saliera de
mi vida). Incluso puede que, a fuerza de camas y sábanas deshechas, nos creamos
ya de vuelta de todo, y hasta que presumamos de independencia y de autocontrol.
Pero, a pesar de esa coraza (no le voy a dar mi móvil, no lo buscaré en
Facebook, no me quedo a dormir), seguiremos equivocándonos y apostando por
personas con las que, acertadas o no, nos arriesgaremos otra vez.
Y ese riesgo –y lo digo desde mi actual
e irrenunciable dos- siempre compensa. Hasta cuando nos duele.
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